EL CICLO VITAL DE LAS COSAS



Matilda trabajaba en una tienda de ropa de segunda mano. Justo aquel miércoles su encargada no podía acudir a trabajar, por lo que Matilda debía ocuparse de la tienda ella sola. La ilusión que le hacía a ella poder estar a sus anchas en aquel espacio lleno de vestimentas que tanto adoraba se vio ofuscado desde el inicio de la jornada. 


Si bien hacía días que su teléfono no iba muy fino, pues moría y resucitaba cuando le apetecía, aquella mañana decidió aletargar llevándose con él la alarma. 


A las 10h30 Amalia entró en su habitación, pues le había extrañado no ver la taza de su desayuno encima de la mesa de la cocina como de costumbre


- Matilda ¿te encuentras bien? ¿Necesitas algo?
- No - negó somnolienta - ¿Por qué me lo preguntas?
- Porque pensaba que estarías trabajando… como son ya casi las 11.
- ¿Las 11? No no no no no. Mierda, mierda, mierda, mierda.






Se levantó de un salto (literalmente) poniéndose la ropa del dia anterior que había dejado encima de la silla y salió escopeteada, sin maquillarse ni lavarse los dientes (la ducha ya ni cabía en sus planes).



Ya en la calle, corría como si no hubiera un mañana llevándose a todo el mundo por delante.


Si la tienda debía estar abierta a las 9h30 ese día abriría a las 11h40. ¡Qué gran desastre! Pero más tragedia era darse cuenta que debía haber llegado a las 8h pues venía un pedido a esa hora; se lo confirmaba el papel que el mensajero le había dejado. 


Quería morirse como su telefóno, que había olvidado en casa, junto con su bolso y llaves.


El mediodía no sería mejor. Debía ir hasta la mensajería a recoger los dos paquetes. No quería broncas ni perder puntos de trabajadora ejemplar (aunque ese día su marcador quedaba en negativo).
No supo cómo había podido regresar cargadísima a la tienda. Se sentía exhausta. Ni un mordisco, ni un sorbo de nada. 




Por fin llegó la hora del tan ansiado cierre pero no el fin de su día horrible. Enfrente de la portería de su casa a las 21h pasadas estalló a llorar.


Había salvado el día : a pesar de todas las catástrofes hizo muy buenas ventas; 



pero estaba enormemente cansada, y a más más, ahora debía esperar a que Amalia llegara a casa ¿Dónde se había metido?




Amalia le preparó una rica cena mientras Matilda se relajaba e intentaba hacer funcionar su teléfono maldito. 





Relax que le duraría bien poco hasta comprobar que su cacharro se había estropeado para siempre cuando práticamente era nuevo.


¿Quién tenía la culpa de todo lo que había pasado? Pues ni más ni menos que la recesión económica de 1929 y Bernard London. Este hombre había tenido la brillante idea de poner una fecha de caducidad a los productos, acortar su duración de vida.



Gracias a la obsolescencia programada, la economía se relanzaría, y efectivamente que se relanzó provocando, simultáneamente, una sed de consumismo. 


No sale rentable crear algo duradero o de máxima calidad, para eso ya están los museos. Si alguien quiere tener la bombilla que puede iluminar más de 50 años o tener unas medias de nylon de primerísima calidad (sí, sí, de esas resistentes que no entienden de carreras) siempre podrá anhelarlas y quedarse con las ganas de su posesión a través de un cristal. 







Pues en la vida real tenemos que conformarnos con productos limitados que a duras penas sobrevivirán más allá de sus años de garantía.



Y las empresas se frotan las manos con la abundancia que les reportará el no parar de producir y vender. Al contrario, el no desgaste supone una catastrófica tragedia para los negocios.


Pero a pesar de la rabia que le daba a Matilda tener que cambiar de teléfono, no le hacía asco alguno a la idea de poder adquirir el último modelo. 
¿Más obsolescencia? Por supuesto. Ya no sólo los cacharros se estropean cuando pasa X tiempo, sino que la publicidad nos convierte en personas hambrientas de tener lo último de todo para presumir de ello.





Seducen al consumidor para crearles el deseo de adquirir, convirtiéndoles en compradores insatisfechos permanentes.


La vida despilfarradora de los países desarrollados condena a muerte todos los productos.







La última novedad de hoy queda obsoleta mañana, pasada de moda. 



Y cierto es que todo esto crea un ciclo económico favorable. Las empresas ganan dinero, crean puestos de trabajo y los consumidores piden créditos, como buenos caprichosos con ansias de presumir.




Pero ¿y los ingenieros y diseñadores? ¿Son destructores? Sus conocimientos son empleados ahora para crear fragilidad y perfeccionar la peor calidad de los productos. ¿Pueden relevarse contra algo que es contrario a su ética? 





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