Eran las
17’00 de la tarde así que tenía unos diez minutos para retocar su maquillaje,
lo que comprendía remarcarse bien la línea del ojo con un eyeliner negro
intenso, unos polvitos rosas en las mejillas y unos labios rojos (con la
obligatoria coletilla) pasión. Menos mal que había dejado de llover y ya no era
necesario coger el paraguas sin una varilla y con un buen logo publicitario; y
mira que siempre se repetía “me urge un paraguas menos ridículo, me urge un
paraguas menos ridículo, me urge un paraguas menos ridículo”, como si el hecho de
reiterarlo precisamente tres veces haría que le cayera uno del cielo, sin
embargo, como la mayoría de días siempre aparecía un sol radiante, pues ya se
sabe cómo acaban este tipo de historias, que nunca llegaba a comprarse ese
utensilio que le protegería de la lluvia, es más, cuando se decía a sí misma
las palabritas mágicas “me urge un paraguas menos ridículo” le atacaba
lateralmente la pregunta “¿tengo que gastarme más de 10 € en un paraguas que
sólo usaré una decena de veces al año? NO”.
Se puso sus
botines, el abrigo, cogió su bolso y salió al encuentro de su amiga Sara en la
cafetería de siempre de la Plaza
del Chiado. La elección de este lugar no era mera casualidad de un día o porque
era el sitio mejor ubicado en distancia para las dos (bueno, sí que su posición
era ideal para ellas, pero ese no era el motivo) sino que como la plaza llevaba a la calle Garret llena de tiendas
muy “in”, cuya consecuencia directa es que siempre pasará algún “modernillo” y,
llena de turistas, siempre habría alguna desafortunada persona que sería objeto
de sus críticas. Criticar: actividad de la cual conjuntamente nadie las podía
superar; eran unas profesionales de las artes del desprestigio hacia el resto
del mundo entero.
Afortunadamente,
aquella tarde nuevamente tenían “su” mesa libre junto a la cristalera que daba
a la calle, y era “su” mesa no por el hábito de siempre sentarse allí (bueno,
sí que siempre se sentaban allí pero ese NO era el motivo, de nuevo) sino
porque era “la mesa” cuya posición era de importancia decisiva para el
desarrollo de su dominada actividad.
Se pidieron
sus habituales cafés com cheirinho (o lo que es lo mismo: carajillos) y se
pusieron manos a la obra con su faena, pues novedades, pocas tenían que
contarse, la verdad, ya que siempre pasaban juntas sus días en de la Facultad de Bellas Artes
de Lisboa en las clases del Master de Museología y Museografía. Pero en ellas
no residía la sensación de monotonía o aburrimiento, para nada, lo que experimentaban
eran momentos de “flow” (término utilizado por el psicólogo Csikszentmihalyi)
pues cada día que se reencontraban en esa cafetería quedaban absorbidas por sus
conversaciones, se sentían completamente comprometidas y entregadas a las
mismas, pues lo que les satisfacía era lo que hacían: comentar y comentar no el
beneficio o resultado que ello reportaba en sí (por eso no se planteaban
siquiera si el juzgar a las personas por su aspecto estético era algo negativo).
Esas tardes provocaban en ellas una sensación de gran libertad, gozo, habilidad
y absoluta pérdida de la noción del tiempo.
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