AAAIIIII MORIN....!!!! (Jack Vettriano)




Que maravilloso era estar con Morin en Mauricio… Desde ese crepúsculo en la isla en que lo conocí, mi cerebro segregaba aberrantes cantidades de dopamina y oxitocina. Mi amor por él no era ciego, ¿cómo iba a serlo con esa cara y ese cuerpo tan preciosos?
A partir de aquel momento nos pasamos atardeceres infinitos en esa playa fetiche nuestra. Bailábamos descalzos sobre la arena sin necesidad de ningún ritmo musical, pues nuestros cuerpos estaban tan compenetrados que se deslizaban a la par, supongo que sus manos al tocar mi espalda y cintura enviaban las señales correctas. Estábamos conectados. La gente que pasaba a nuestro alrededor no era capaz de mantener su mirada en nuestras figuras unidas, se ruborizaban y el resto de parejas nos envidiaban.




Otras veces cenábamos a la orilla del mar. Siempre me regalaba dos rosas rojas frescas que representaban toda la pasión que él sentía por mi y yo por él. Y más que cenar, bebíamos sin parar vino frío blanco que nos envolvía y nos transformaba en tertulianos de política, de arte, de economía, de religión, de sexo… todo ello con la banda sonora de fondo de dos violinistas que nos regalaban los oídos con obras de Bach, Bartok, Mendelssohn, Monteverdi… Lo que más me encantaba era cuando en medio de alguno de nuestros coloquios, subía la mar y su agua nos cubría los pies y tobillos. ¿Se podía pedir más? Sí, siempre se puede y se debe pedir más.





Por las noches, cuando llegábamos a la habitación de su hotel o bien del mío (pues estaba claro que ya no pasaríamos ninguna noche solitaria) nos acomodábamos en el sofá a continuar nuestras conversaciones rodeadas de humo y de un delicioso licor de cerezas. No éramos capaces de apartar nuestras miradas. Era tan hombre, tan caballero, tan intelectual, tan atractivo que culminaba todo ello con su toque de chulería. Me tenía loca perdida, pero más perdición era cuando apoyaba su mano en mi muslo mientras le hablaba.



Y el día no podía acabar ni la noche empezar mejor que cuando nos dejábamos ya de cuentos chinos y pasábamos a la acción. Me encantaba que me metiera mano y hacer el amor con él incesantemente.




Suerte la mía, que en ese hotel conocí a una mujer que se hizo confidente de mis historias con Morin, pues no era capaz de mantener todas esas alegrías en mi cuerpo sin poder compartirlas. Soy mujer. Recorríamos el paseo marítimo de arriba abajo unas cuantas veces. Lo que no sabía es que en su interior se desgarraba de envidia: estaba casada viviendo dentro de un matrimonio rutinario y madre de un niño malcriado. 






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